domingo, 12 de febrero de 2012

hojas pegadas

Si se acuerdan hace un tiempo les contaba que los lunes solemos comer arroz en casa. No recuerdo bien de donde vino esa costumbre, pero trato de cumplirla porque no cuesta nada y es una forma de obligarse a incluir ciertos alimentos en la dieta. El tema es que al arroz se lo puede preparar de mil maneras diferentes, así que hasta tenemos variada la carta. Acá en casa las albóndigas con arroz y salsa de tomate son las preferidas, y tiene que estar bien jugoso, no solo darle color al arroz. Es más, cuando sobra del mediodía, esa misma salsa que se concentra los deja irresistibles para la noche, así que mas de uno se olvida de la sopita y la comida liviana y le entra con todo.

Espero que lo prueben y lo disfruten tanto como nosotros.
Albóndigas Ingredientes • 500 g de carne picada • ½ pimiento picado • 1 cdta de orégano • 1 cdta de perejil • 1 diente de ajo • 1 cebolla de verdeo picada • 1 huevo • 100 g de harina Preparación 1. De la cantidad de harina retiramos 4 cucharadas y la colocamos en un bol junto al resto de los ingredientes. Unimos bien todo. 2. Con una cuchara vamos tomando porciones y formamos las albóndigas. 3. Con la harina restante colocada en un recipiente, pasamos las albóndigas y las rebozamos. Reservamos para agregarlas en la salsa. Para las albóndigas: Carne picada, 1 k Huevo, 1 Miga de pan, 1 taza Leche, 1 taza Perejil, 100 g Ajo, 2 dientes


Harina 0000, cantidad necesaria Aceite, ½ taza. Sal y ají molido, a gusto
Para la salsa: Ajo, 1 diente Cebolla, 1 Ají morrón verde, ½ Ají morrón rojo, ½ Tomates frescos, 1/2 K o dos latas de tomates peritas al natural. Aceite de oliva, cantidad necesaria Sal, orégano, tomillo y ají molido a gusto. Si el orégano y el tomillo son frescos mejoran mucho el sabor de la salsa. Aceite, cantidad necesaria Preparación
Albóndigas - Remojar la miga de pan en la leche por unos minutos. - Exprimir la miga de pan y picarla. - Picar finamente el ajo y el perejil. - En un bol colocar la carne, la miga de pan, el ajo, el perejil, el huevo, sal y ají molido. - Mezclar bien los ingredientes amasando con las manos. - Formar las albóndigas (algo más grandes que una pelotita de ping pong). - Enharínar las albóndigas comprimiendo bien y cuidando de mantener la forma. - En una sartén con un fondo de aceite dorar las albóndigas. -




Reservar. Salsa de tomate
- Picar la cebolla. - Descartar las semillas y nervaduras de los morrones. - Picar los morrones. - Cortar en forma de cruz en la base, la piel de los tomates perita. - Colocar los tomates en una cacerola de agua hirviendo unos 3 minutos. - Retirar y dejar enfriar. - Pelar y cortar en cubitos los tomates. - Los tomates frescos pueden ser reemplazados por dos latas de tomates peritas, en cuyo caso solo habrá que cubetearlos y cuando se agreguen a la salsa hacerlo con todo el jugo de la lata. - Calentar el aceite de oliva en una cacerola - Rehogar el diente de ajo machacado, la cebolla y los ajíes. - Agregar los tomates - Condimentar con sal, ají molido, orégano y tomillo. - Introducir las albóndigas dentro de la salsa y dejar cocinar unos 45 minutos a fuego suave, revolviendo cada tanto. Las albóndigas se pueden servir acompañadas de arroz, papas hervidas, puré de papas, papas fritas, etc.




LAS ALBÓNDIGAS DEL CORONEL TRADICIÓN NICARAGÜENSE Cuando y cuando que se me antoja he de escribir lo que me dé mi real gana; porque a mí nadie me manda, y es muy mía mi cabeza y muy mías mis manos. Allá por aquellos años, en que ya estaba para concluir el régimen colonial, era gobernador de León el famoso coronel Arrechavala, cuyo nombre no hay vieja que no lo sepa, y cuyas riquezas son proverbiales; que cuentan que tenía adobes de oro. El coronel Arrechavala era apreciado en la Capitanía General de la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Así es que en estas tierras era un reicito sin corona. Aún pueden mis lectores conocer los restos de sus posesiones pasando por la hacienda «Los Arcos», cercana a León. Todas las mañanitas montaba el coronel uno de sus muchos caballos, que eran muy buenos, y como la echaba de magnífico jinete daba una vuelta a la gran ciudad, luciendo los escarceos de su cabalgadura. El coronel no tenía nada de campechano; al contrario, era un hombre seco y duro; pero así y todo tenía sus preferencias y distinguía con su confianza a algunas gentes de la metrópoli. Una de ellas era doña María de..., viuda de un capitán español que había muerto en San Miguel de la Frontera. Pues, señor, vamos a que todas las mañanitas a hora de paseo se acercaba a la casa de doña María el coronel Arrechavala, y la buena señora le ofrecía dádivas, que, a decir verdad, él recompensaba con largueza. Dijéralo, si no, la buena ración de onzas españolas del tiempo de nuestro rey don Carlos IV que la viuda tenía amontonaditas en el fondo de su baúl. El coronel, como dije, llegaba a la puerta, y de allí le daba su morralito doña María; morralito repleto de bizcoletas, rosquillas y exquisitos bollos con bastante yema de huevo. Y con todo lo cual se iba el coronel a tomar su chocolate. Ahora va lo bueno de la tradición. Se chupaba los dedos el coronel cuando comía albóndigas, y, a las vegadas, la buena doña María le hacía sus platos del consabido manjar, cosa que él le agradecía con alma, vida y estómago. Y vaya que por cada plato de albóndigas una saya de buriel, unas ajorcas de fino taraceo, una sortija, o un rollito de relumbrantes peluconas, con lo cual ella era para él afable y contentadiza. He pecado al olvidarme de decir que doña María era una de esas viuditas de linda cara y de decir ¡Rey Dios! Sin embargo, aunque digo esto, no diré que el coronel anduviese en trapicheos con ella. Hecha esta salvedad, prosigo mi narración, que nada tiene de amorosa aunque tiene mucho de culinaria. Una mañana llegó el coronel a la casa de la viudita. —Buenos días le dé Dios, mi doña María.
—¡El señor coronel! Dios lo trae. Aquí tiene unos marquesotes que se deshacen en la boca; y para el almuerzo le mandaré... ¿qué le parece? —¿Qué, mi doña María? —Albóndigas de excelente picadillo, con tomate y chile y buen caldo, señor coronel. —¡Bravísimo! —dijo riendo el rico militar—. No deje usted de remitírmelas a la hora del almuerzo. Amarró el morralito de marquesotes en el pretal de la silla, se despidió de la viuda, dio un espolonazo a su caballería y ésta tomó el camino de la casa con el zangoloteo de un rápido pasitrote. Doña María buscó la mejor de sus soperas, la rellenó de albóndigas en caldillo y la cubrió con la más limpia de sus servilletas, enviando enseguida a un muchacho, hijo suyo, de edad de diez años, con el regalo, a la morada del coronel Arrechavala. Al día siguiente, el trap trap del caballo del coronel se oía en la calle en que vivía doña María, y ésta con cara de risa asomada a la puerta en espera de su regalado visitador. Llegóse él cerca y así le dijo con un airecillo de seriedad rayano en la burla: —Mi señora doña María: para en otra, no se olvide de poner las albóndigas en el caldo. La señora, sin entender ni jota, se puso en jarras y le respondió: —Vamos a ver, ¿por qué me dice usted eso y me habla con ese modo y me mira con tanta sorna? El coronel le contó el caso; éste era que cuando iba con tamaño apetito a regodearse comiéndose las albóndigas, se encontró con que en la sopera ¡sólo había caldo! —¡Blas! Ve que malhaya el al... —Cálmese usted —le dijo Arrechavala—; no es para tanto. Blas, el hijo de la viuda, apareció todo cariacontecido y gimoteando, con el dedo en la boca y rozándose al andar despaciosamente contra la pared. —Ven acá —le dijo la madre—. Dice el señor coronel que ayer llevaste sólo el caldo en la sopera de las albóndigas. ¿Es cierto? El coronel contenía la risa al ver la aflicción del rapazuelo. —Es —dijo éste— que... que... en el camino un hombre... que se me cayó la sopera en la calle... y entonces... me puse a recoger lo que se había caído... y no llevé las albóndigas porque solamente pude recoger el caldo... —Ah, tunante —rugió doña María—, ya verás la paliza que te voy a dar... El coronel echando todo su buen humor fuera, se puso a reír de manera tan desacompasada que por poco revienta. —No le pegue usted, mi doña María —dijo—. Esto merece premio. Yal decir así se sacaba una amarilla y se la tiraba al perillán. —Hágame usted albóndigas para mañana, y no sacuda los lomos del pobre Blas. El generoso militar tomó la calle, y fuese, y tuvo para reír por mucho tiempo. Tanto, que poco antes de morir refería el cuento entre carcajada y carcajada. Ya fe que desde entonces se hicieron famosas las albóndigas del coronel Arrechavala.

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