La misma lógica mística.
Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de Gobierno. Es solterón, metódico, cumplidor y beato. Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como marcha circular y pacífica de un macho de noria. La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable. La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público. Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas. Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza. El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho. Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de Gobierno. Es solterón, metódico, cumplidor y beato. Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como marcha circular y pacífica de un macho de noria. La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable. La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público. Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas. Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza. El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho. Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
A las nueve de la noche, Sarratea
despedía a sus contertulios del barrio; guardábase el dinero en el bolsillo y
se marchaba a su casa. Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la
tienda, rezaba su rosario y se metía en cama. Una noche entre las noches, Roque
Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo, y vio que colgaba una
cola de gato por una rotura del cañizo. El agujero quedaba perpendicularmente
sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba, naturalmente, a sus narices. -¿Qué
será eso?- pensó el dependiente -. ¿Qué será...? Apagó la vela y se durmió. Varias
noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola de gato.
Al cabo de una hora de contemplación, pensaba: "Que será esa
cola...?" Y se decía: "Mañana voy aponer la escalera para ver lo que
es..." Y apagaba la vela y se dormía. Todas las mañanas, al despertar,
Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola de gato. La miraba todas las noches
al acostarse. Y siempre pensaba: "En uno de estos días voy a poner la
escalera". Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de
los seres palúdicos. El había tenido una idea: aquella cola de gato debía
significar algo. Para saber qué era había tiempo. Así pasaron dos años, y
pasaron cinco años, ¡y pasaron diez años...! El señor Sarratea murió de
tabardillo; los herederos liquidaron el negocio, Pérez tuvo que abandonar la
vieja casuca. Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se
contrató en la tienda de enfrente. A poco de esto, alquiló la casa de Sarratea
un boticario alemán que llegó a Salta con su mujer. Lo primero que hizo el
boticario, naturalmente, fue preocuparse por la limpieza del chiribitil, para
instalar su botica. Un día el boticario entró en la trastienda, y al revisar
las paredes y los techos, vio la cola de gato. El alemán llamó a su mujer y le
mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque
Pérez, en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la
afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo, y se trepó. Mientras el
pobre Roque sostenía la escalera, el boticario, allá arriba, asió de la cola,
tiró y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más, y cayeron algunos cascotes y
varias monedas. Luego, metiendo el brazo en un agujero del techo, sacó un
zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró
otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo. - Bueno - dijo el
alemán todo sofocado, entregándole a Pérez una monedita -; aquí tiene usted su
propina. Y gracias por la escalera. Ahora, don Roque, ante la rueda de
empleados, da un chupón formidable a su cigarrillo, sonríe con calma, y con las
barbas llenas de humo, dice: - Entonces fue cuando comprendí que mi destino era
ser empleado público.
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