martes, 20 de diciembre de 2011

hojas del hombre

Si todos los hombres somos el mismo, elijo, pues es igual uno que otro, aquel rostro en un campo de batalla, la máscara del último rictus de su agonía, el eco de sus palabras que aún se escucha, un reflejo más digno de la tierra y la nada.





















justo en la raya esa que separa el cielo de la tierra













solos vamos quedando según nos
pasan los años, solos, de la misma manera que vinimos





Tenía en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas. El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos. El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales. En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones. Ahora no eran felices.(Bradbury)
Estruendo de hierro, crujido de huesos, carne desgarrada, las huestes innumerables, pendones y estandartes y banderas, los castillos impunables, los muros, baluartes y barreras. Ha caído la noche sobre el campo arrasado, la mano que sujetó una lanza, una pluma, un cuerpo de mujer, está quieta, su mundo se ha borrado, mientras se escuchan maldiciones y lamentos. Ahora la muerte le atierra y le deshace.







El caballero blande su espada en defensa de su lealtad y de su reina, aún no sabe que su destino termina allí, en el campo de Calatrava, que no verá otro día. Entre rasgar de flechas y cascos de caballos, oliendo a tierra seca y sangre sucia, quizá recuerde el nombre de Guiomar de Castañeda y piense, con justicia o con odio, en su enemigo, el marqués de Villena que le aguarda.






Si como afirma Borges todos los hombres son el mismo hombre, aurora y agonía, y poco importan sus nombres y sus rasgos, yo quisiera —olvidando la anécdota banal de mi destino— buscar en otro rostro a ese único hombre, otra sombra, otro sueño mejor, igualmente perdido. Un caballero dispone sus armas, sus escuderos ajustan la armadura, se coloca el yelmo, sujeta con firmeza el escudo, la luz de la mañana es un reflejo metálico del sol, el tiempo se ha detenido en las gualdrapas del caballo. Todo esto ocurre en 1479 y aún sigue ocurriendo frente a las almenas del castillo de Garci-Muñoz.





Y aunque la vida murió, nos dejó harto consuelo su memoria. Jorge Manrique

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