jueves, 21 de agosto de 2014

Copiando, para el Belgrano Cargas.





(Enero 2013) Acepto las efemérides. La memoria histórica es una parte de nuestra identidad (aunque sea, como siempre lo es en parte, fabricada). Pero, como dije en otras ocasiones, me hinchan un poco. Demasiadas veces son ocasión de repetir frases hechas. Por eso se me ocurrió aprovechar este asunto del Bicentenario de la Asamblea General Constituyente de 1813 para cuestionar (me) algunas cosas. Atención: tengo que decir que en la misma página de la Presidencia de la Nación que informa que “se publicó en el Boletín Oficial la ley que establece por única vez feriado nacional el día 31 de enero de 2013 en conmemoración“, en esa misma página se advierte “El propósito era proclamar la independencia y redactar la constitución del nuevo estado. Durante su transcurso, los intereses sectoriales dividieron a los diputados, lo que terminó con una postergación de la declaración de la independencia“. Cierto. Eso de los intereses sectoriales y las divisiones es una vieja tradición nuestra. Pero yo no voy a poner énfasis en lo que no se hizo en ese momento. Un posibilista veterano como yo asume que algunas cosas se consiguen y otras no, y el Viejo tenía razón cuando recomendaba conseguir la mitad importante. Y para marcar los pasos, importantes, que se dieron, ya están los diarios de hoy, con eso de las efemérides. Lo que quiero hacer es aprovechar este fragmento de Salvador Ferla que me acerca mi amigo Pandra, para rendir homenaje a un gran argentino (oriental) que alejaron de esa Asamblea, y recordar algunas cosas que el planteó y que merecen que las tengamos en cuenta. No porque no las aprobaran en 1813, sino porque unas cuantas siguen pendientes: “... En enero de 1813, presidida por Alvear, que ya era la figura más prominente del Plata, comienza a sesionar solemnemente en Buenos Aires la asamblea nacional, que iba a seguir al pie de la letra las resoluciones de las cortes de Cádiz. En marzo Rondeau le comunica a Artigas que el triunvirato “le ordena” a la banda oriental prestar juramento de obediencia a la asamblea. En abril “el jefe de los orientales” reúne un congreso en su campamento de Tres Cruces, en Peñarol, frente a Montevideo, con gauchos, indios, negros, mulatos, españoles y criollos, analfabetos e ilustrados. Lo inaugura parafraseando a Washington: “Mi autoridad emana de vosotros y cesa por vuestra presencia soberana”. Al decir de Pepe Rosa no era una concesión al liberalismo, sino que era “el” liberalismo, pero el liberalismo con patria, pueblo, pampa, idioma, un liberalismo popular y nacionalista, que luego encenderán en Buenos Aires Manuel Dorrego y más tarde Hipólito Yrigoyen. El estilo de la asamblea del año XIII estaba en las antípodas del espíritu popular, criollo, épico, austero, valiente, libre, gaucho y combatiente encarnado por San Martín y por Artigas. Un viajero inglés comenta lo que vio en el campamento oriental: “¡El excelentísimo señor protector de la mitad del nuevo mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una decena de oficiales andrajosos… De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes, y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios –no existía el papel carbónico- tomaban nota”. Por su parte, el cronista Larrañaga lo pinta así: “En nada parecía un general. Su traje era de paisano y muy sencillo: pantalón y chaqueta azul, sin vivos ni vueltas, zapatos y medias blancos y un capote de bayetón eran todas sus galas, y aun todo esto pobre y viejo. Es hombre de una estatura regular y robusta, de color bastante blanco, de muy buenas facciones, con la nariz aguileña, pelo negro y con pocas canas; aparenta tener unos cuarenta y ocho años; su conversación tiene atractivos, habla quedo y pausado; no es fácil sorprenderlo con largos razonamientos pues reduce la dificultad a pocas palabras y, lleno de mucha experiencia, tiene una previsión y un tino extraordinarios. Conoce mucho el corazón humano, principalmente el de nuestros paisanos, y así no hay quien le iguale en el arte de manejarlos. Todos lo rodean y lo siguen con amor, no obstante que viven desnudos y llenos de miseria a su lado”. Con él cualquiera puede llegar a general si tiene condiciones, como las tenía el indio Andresito Guacurarí Artigas, sin obligación de presentar ante nadie certificado de “limpieza de sangre” ni desmerecerse por tener una concubina parda. Artigas confecciona en aquel congreso de Peñarol un programa extraordinario de veinte puntos para que los diputados orientales lleven a la asamblea: declaración de la independencia absoluta, sistema republicano de gobierno, régimen federal, supresión de las aduanas interiores, un plan nacional de desarrollo, prevenciones contra el despotismo militar y la sabia medida de fijar la capital de la confederación a crearse fuera de Buenos Aires. Nada se había escrito hasta entonces como ese articulado en el que se expresaba la temática de la revolución nacional con absoluta precisión y autenticidad: significaba clarificar la revolución de mayo y llevarla a la calle, sacándola del ámbito palaciego en que se manejaba“. ¿Saben qué? Me dejó reflexionando, en particular, si no deberíamos pensar otra vez en un plan nacional de desarrollo, en crear una confederación más grande y en fijar la capital fuera de Buenos Aires. Pregunto, nomás.

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