(Enero 2013) Acepto las
efemérides. La memoria histórica es una parte de nuestra identidad (aunque sea,
como siempre lo es en parte, fabricada). Pero, como dije en otras ocasiones, me
hinchan un poco. Demasiadas veces son ocasión de repetir frases hechas. Por eso
se me ocurrió aprovechar este asunto del Bicentenario de la Asamblea General
Constituyente de 1813 para cuestionar (me) algunas cosas. Atención: tengo que
decir que en la misma página de la Presidencia de la Nación que informa que “se
publicó en el Boletín Oficial la ley que establece por única vez feriado
nacional el día 31 de enero de 2013 en conmemoración“, en esa misma página se
advierte “El propósito era proclamar la independencia y redactar la
constitución del nuevo estado. Durante su transcurso, los intereses sectoriales
dividieron a los diputados, lo que terminó con una postergación de la
declaración de la independencia“. Cierto. Eso de los intereses sectoriales y
las divisiones es una vieja tradición nuestra. Pero yo no voy a poner énfasis
en lo que no se hizo en ese momento. Un posibilista veterano como yo asume que
algunas cosas se consiguen y otras no, y el Viejo tenía razón cuando
recomendaba conseguir la mitad importante. Y para marcar los pasos,
importantes, que se dieron, ya están los diarios de hoy, con eso de las
efemérides. Lo que quiero hacer es aprovechar este fragmento de Salvador Ferla
que me acerca mi amigo Pandra, para rendir homenaje a un gran argentino
(oriental) que alejaron de esa Asamblea, y recordar algunas cosas que el
planteó y que merecen que las tengamos en cuenta. No porque no las aprobaran en
1813, sino porque unas cuantas siguen pendientes: “... En enero de 1813,
presidida por Alvear, que ya era la figura más prominente del Plata, comienza a
sesionar solemnemente en Buenos Aires la asamblea nacional, que iba a seguir al
pie de la letra las resoluciones de las cortes de Cádiz. En marzo Rondeau le
comunica a Artigas que el triunvirato “le ordena” a la banda oriental prestar
juramento de obediencia a la asamblea. En abril “el jefe de los orientales”
reúne un congreso en su campamento de Tres Cruces, en Peñarol, frente a
Montevideo, con gauchos, indios, negros, mulatos, españoles y criollos,
analfabetos e ilustrados. Lo inaugura parafraseando a Washington: “Mi autoridad
emana de vosotros y cesa por vuestra presencia soberana”. Al decir de Pepe Rosa
no era una concesión al liberalismo, sino que era “el” liberalismo, pero el
liberalismo con patria, pueblo, pampa, idioma, un liberalismo popular y
nacionalista, que luego encenderán en Buenos Aires Manuel Dorrego y más tarde
Hipólito Yrigoyen. El estilo de la asamblea del año XIII estaba en las
antípodas del espíritu popular, criollo, épico, austero, valiente, libre, gaucho
y combatiente encarnado por San Martín y por Artigas. Un viajero inglés comenta
lo que vio en el campamento oriental: “¡El excelentísimo señor protector de la
mitad del nuevo mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón
encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y
bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una decena de oficiales
andrajosos… De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes, y
exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los
decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios –no existía el papel
carbónico- tomaban nota”. Por su parte, el cronista Larrañaga lo pinta así: “En
nada parecía un general. Su traje era de paisano y muy sencillo: pantalón y
chaqueta azul, sin vivos ni vueltas, zapatos y medias blancos y un capote de
bayetón eran todas sus galas, y aun todo esto pobre y viejo. Es hombre de una
estatura regular y robusta, de color bastante blanco, de muy buenas facciones,
con la nariz aguileña, pelo negro y con pocas canas; aparenta tener unos
cuarenta y ocho años; su conversación tiene atractivos, habla quedo y pausado;
no es fácil sorprenderlo con largos razonamientos pues reduce la dificultad a
pocas palabras y, lleno de mucha experiencia, tiene una previsión y un tino
extraordinarios. Conoce mucho el corazón humano, principalmente el de nuestros
paisanos, y así no hay quien le iguale en el arte de manejarlos. Todos lo
rodean y lo siguen con amor, no obstante que viven desnudos y llenos de miseria
a su lado”. Con él cualquiera puede llegar a general si tiene condiciones, como
las tenía el indio Andresito Guacurarí Artigas, sin obligación de presentar
ante nadie certificado de “limpieza de sangre” ni desmerecerse por tener una
concubina parda. Artigas confecciona en aquel congreso de Peñarol un programa
extraordinario de veinte puntos para que los diputados orientales lleven a la
asamblea: declaración de la independencia absoluta, sistema republicano de
gobierno, régimen federal, supresión de las aduanas interiores, un plan
nacional de desarrollo, prevenciones contra el despotismo militar y la sabia
medida de fijar la capital de la confederación a crearse fuera de Buenos Aires.
Nada se había escrito hasta entonces como ese articulado en el que se expresaba
la temática de la revolución nacional con absoluta precisión y autenticidad:
significaba clarificar la revolución de mayo y llevarla a la calle, sacándola
del ámbito palaciego en que se manejaba“. ¿Saben qué? Me dejó reflexionando, en
particular, si no deberíamos pensar otra vez en un plan nacional de desarrollo,
en crear una confederación más grande y en fijar la capital fuera de Buenos
Aires. Pregunto, nomás.
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