Idioteces.
En peor síndrome de idiotez es no
reconocer que se es idiota y además negarlo con énfasis que es lo que hacemos
habitualmente en la totalidad de la expresiones de nuestra vida cotidiana, es
la idiotez exponencialmente potenciada aunque tenemos idioteces menores que en
la suma dan una sinergia espectacular, aclamamos la educación pública y cagando
más arriba de lo que nos da el culo restamos plata que es para el puchero para
mandar a nuestros vástagos a colegios privados, es que así los preservamos de
la huelgas decimos a modo de explicación de lo que es inexplicable, que los más
leídos trabajadores que supuestamente son los maestros y profesores son tan faltos
de ideas que no encuentran otras maneras de protestar que rascarse a cuatro
manos en vez de trabajar el doble, lo hacemos por la educación de nuestros
hijos de vuestros hijos recitan irresponsablemente cuando por culpa de ellos
justamente que como ahora llevan ocho sobre veinte días de paro, se andan dando
con la merca por las calles ensanchando las franjas de población de zombis que
tenemos y que deambulan por calles y la villas las mismas villas de los curas
que apañó el papa que ahora lavando la ropa sucia a la vista de todo el mundo
algunos de idiotas nomás que son se están encargando de desprestigiarlo cuando
deberíamos estar más que orgullosos estamos declarando pelotudeces junto a los
sotretas de los noticieros que hablan una zoncera tras otra en medio de las
noticias amarillas y desalentadoras de todos los días de muertes persecuciones
degüellos que dan todos los días porque además son tan “bien” educados que se
olvidaron que formar individuos es también hacerles ver las cosas positivas no
solamente de la sociedad sino también de los gobiernos que para colmo son los
que tienen las culpas de todos nuestros males para nosotros que todos
entendemos de todo, excelente pretexto para no echarnos las culpas a nosotros
mismos. (Cosas de El País) Aquí en las Malvinas hemos presenciado algo épico
esta semana. No nos referimos a la épica idiotez del reclamo histórico de un
país grande de 40 millones de habitantes al derecho soberano de colocar su
bandera en unas pequeñas islas del lejano Atlántico Sur donde viven 2.500 seres
humanos, 49.000 ovejas y 450.000 pingüinos. Tampoco nos referimos a la
desgraciada decisión de ese mismo país de lanzarse a la guerra hace 31 años por
las susodichas islas con el febril apoyo de la mayoría de su población. No. Nos
referimos a la épica remontada del Barcelona contra el Milán, televisada en
Stanley, la liliputiana capital de las Malvinas, con comentarios en español
argentino, idioma que la mitad de los malvinenses, por más que el 99,8% de
ellos quisieran seguir siendo británicos, entienden razonablemente bien. No por
primera vez, el fútbol dejó en evidencia la mezquindad, el cinismo, la
deshonestidad y la capacidad de engaño o autoengaño de líderes que se erigen
como defensores de la dignidad de sus pueblos, y de la susceptibilidad de esos
pueblos a dejarse conducir, con los ojos cerrados, al abismo de la
irracionalidad. El juego de Messi es noble, no como la irracionalidad de sus
compatriotas cuando se habla de las Malvinas. Destacamos el Barça-Milán de esta
semana porque lo que vimos ahí fue precisamente el polo opuesto al maniático
monólogo malvinense proclamado sin tregua desde la tierra donde nació la
estrella del partido. En primer lugar, fue un ejercicio de honestidad. Ni
disimulos, ni leyendas infantiles, ni manipulación de las masas. Fue lo que
fue. Una lucha entre dos rivales en igualdad numérica con una pelota de fútbol
como arma. Y aunque un equipo fue claramente superior al otro, ambos actuaron
con valentía y honradez. Además, el espectáculo fue sublime. Solo aquellos
cuyas mentes están contaminados por el tribalismo enfermizo que es la lacra de
la humanidad, ese gen deficiente que en el peor de los casos lleva a gente a
matar y morir por causas absurdas, son incapaces de ver que el fútbol que
despliega el Barça en su mejor expresión es, como escribió un periodista
deportivo inglés esa noche, “simply the best”, sencillamente el mejor fútbol
del mundo. Lo que vimos el martes cientos de millones de personas —desde las
Malvinas a Manila, desde Buenos Aires a Vladivostok— fue noble y fue brillante.
Nadie más noble o más brillante que Leo Messi, no solo el mejor jugador del
planeta sino el más transparente, el menos retorcido. Juega porque le gusta
jugar, gana porque le gusta ganar. Y no hay más. Comparemos esto con la niebla
de irracionalidad que envuelve las mentes de sus compatriotas cuando entran en
juego las Islas Malvinas. Hablamos de las Malvinas como podríamos hablar del
conflicto entre Israel y Palestina, o las recientes guerras en Irak y
Afganistán. Pero lo útil del caso Malvinas es que concentra de manera especialmente
nítida la inexorable estupidez de la especie, su habilidad para generar
problemas y conflictos e incluso guerras donde no hay necesidad alguna. Todos
los países, como las personas, son ensimismados, pero Argentina con las
Malvinas llega a extremos pocas veces vistos en la rocambolesca historia de la
humanidad. Su histérica avidez por poseer las islas, promovida desde tiempos de
Mussolini por su admirador el General Juan Domingo Perón, se basa en la
supuestamente excepcional ilegalidad de la usurpación de estas tierras
inhóspitas del Atlántico Sur por “piratas” del imperio británico en 1833.
Increíblemente, porque el pueblo argentino es un pueblo culto, no entiende que
las tierras se han conquistado y las banderas se han colocado a base de fuerza
y sangre, desde siempre. Es bárbaro pero es lo que hay, y lo que será hasta que
la especie de un radical vuelco evolutivo. El resto del mundo parece
entenderlo. México no reclama Tejas, Francia no reclama Inglaterra, Marruecos
no reclama España. O, si hubiera alguien en estos países que lo hiciera, no
toda la población ha sido sometida desde la infancia a un lavado de cerebro
basado en la hipnótica repetición —“las Malvinas son argentinas, las Malvinas
son argentinas, las Malvinas son…”— a tal punto de que se convierte en un
artículo de fe cuasi religiosa, un signo de identidad nacional, y cuando una
dictadura militar de impulsos nazis invade y “recupera” las islas un infeliz
día de 1982 la población responde con pavloviano júbilo, celebrando la
heroicidad de los que torturaron, mataron y desaparecieron a 20.000
compatriotas. Perdieron la guerra y ahí podría haber acabado. Pero no. Siguen,
dale que dale, marionetas en las manos de los medio cínicos, medio locos
gobernantes de turno. Menos mal que tenemos el fútbol, que es honesto y existe
en el mundo real. Y ojalá que la Argentina de Messi gane el Mundial de 2014.
Por si se les pasa un poco.
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